18 de noviembre de 2017

MEMORABILIA GGM 880

Revista Jet-Set
Bogotá – Colombia
6 de noviembre de 2017

La musa de Gabo 
rompe su silencio
La esposa de Gabo solo ha concedido dos entrevistas en su vida. La más reciente fue lograda por Héctor Feliciano, quien la incluirá en el libro García Márquez periodista. La Gaba reveló detalles de sus 54 años de matrimonio y de las dificultades que vivió cuando el nobel andaba en busca de una casa editorial.

Los biógrafos de Gabriel García Márquez aseguran que Mercedes Barcha, su esposa, es una extensión de la personalidad del nobel colombiano. Por ejemplo, cuando el escritor lanza una idea ante sus contertulios ella la complementa sin que haya pie a que él la refute. Mercedes habla de lo divino y lo humano, pero jamás lo hace en público, ni ante los medios de comunicación. Solo dos veces ha roto su silencio.

La primera fue hace varias décadas, cuando le concedió una entrevista a su cuñada Beatriz López de Barcha, y la otra hace algunas semanas al escritor puertorriqueño Héctor Feliciano, de los diarios El País, de España, y El Clarín, de Argentina. Esta última conversación inédita será parte del libro García Márquez periodista, que saldrá al mercado a finales de noviembre gracias a una alianza editorial entre la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que encabeza Jaime Abello Banfi, y la organización Ardila Lülle.

 En el 2010, Mercedes Barcha, conocida como la Gaba, y Gabriel García Márquez pasaron las fiestas de Navidad y Año Nuevo en Cartagena. Los esposos recordaron los días en que él trabajó como periodista del diario El Universal, de esta ciudad, en 1948. Foto: Imagen Reina/09

En las primeras veinte páginas del texto, Barcha, como nunca antes lo había hecho, revela los aspectos más importantes de sus 54 años de matrimonio con el autor de Cien años de soledad. “Toda una vida”, tal como dice continuamente ante sus hijos y amigos.“No hay nadie más que conozca a Gabo como ella”, explicó Feliciano, un “gabólogo” por excelencia y quien se encargó, además, de la recopilación de las crónicas periodísticas del hijo de Aracataca durante su paso por El Espectador y El Heraldo, de Barranquilla, que formarán parte del libro.

A Héctor Feliciano, la convivencia eterna entre Gabo y la Gaba lo convenció de que es verdad que existen las almas gemelas. De hecho, y lo dijo el mismo García Márquez, el amor por su esposa nació a primera vista, como muchos de los noviazgos que han nutrido los relatos de sus novelas. El nobel la vio por primera vez cuando ella era una Lolita de 13 años y se valía de los ímpetus de la juventud para repetirle a todo el mundo lo que decía su padre, un boticario sincelejano que se instaló en Barranquilla, cerca al Hotel El Prado: “Cuando yo tenía esa edad mi papá aseguraba que todavía no había nacido el príncipe que se iba a casar conmigo”.

El autor de éxitos editoriales como El otoño del patriarca pocas veces ha hablado en público de la osadía de una borrachera que lo impulsó a pedirle matrimonio a Mercedes cuando apenas era una niña. Solo en Crónica de una muerte anunciada entregó algunos apuntes de la petición de mano que para él mismo rayó con la locura: “En la inconciencia de la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado la escuela de primaria”. Pasado el guayabo, Gabo recuperó la razón y volvió a concluir que se casaría con la jovencita aunque ella fuera menor de edad. La niña que lo flechó se fue a estudiar a Medellín, pero la empezó a cortejar en Barranquilla, donde pasaba las vacaciones de fin de año.

La relación de los dos estuvo a un paso de transformarse en un amor imposible, en pleno despunte de los años 50, una época de carencias económicas que llevó al escritor hasta París. Con un océano de por medio, el noviazgo se nutrió con cartas aromatizadas y una foto de la Gaba que adornaba el cuarto donde él vivía. Más tarde, el creador de Macondo se instaló en Venezuela, donde en un arranque de soledad viajó hasta Barranquilla para darle el sí a Mercedes. La pareja se casó el 21 de marzo de 1958 en la iglesia del Perpetuo Socorro, en pleno corazón del barrio Boston de la ciudad y a pocas cuadras de La Cueva, el refugio de parrandas y tertulias interminables de los intelectuales de la época. Después de la celebración de varios días, los recién casados regresaron a Caracas, donde Mercedes adquirió la responsabilidad de “sostener el mundo de Gabo sobre su espalda”.

Mientras su marido escribía Cien años de soledad, ella arreglaba los asuntos domésticos y lo abastecía de resmas de papel con la ilusión de que algún editor se fijara en la obra. Dicen que ella también consiguió el dinero para enviar los textos originales de este best seller hasta Buenos Aires, la última parada antes de ser publicado. Con el tiempo, Mercedes fue una especie de relacionista que contribuyó a la amistad de Gabo con personajes de la talla de Fidel Castro. “Fidel se fía de Mercedes aún más que de mí”, afirmó el autor colombiano.

El libro García Márquez periodista traerá episodios inéditos de la relación del matrimonio García Barcha, como el desasosiego del escritor en Nueva York, cuando trabajó en Prensa Latina. “Había animadversión de los cubanos residentes hacia esta agencia de noticias. Hubo amenazas de bomba y golpes, pero cuando él llegaba a casa no le contaba a Mercedes para no preocuparla. Fue cuando decidió dejar el periodismo y dedicarse a escribir, por ella, para no mortificarla”, dijo el puertorriqueño Héctor Feliciano. Ahora, en México, Mercedes es la encargada de perpetuar la tranquilidad de su esposo.

Algunas veces salen a comer, y casi siempre en su casa del sector de San Ángel atienden a sus dos hijos, los nietos y los amigos más entrañables. Cuando no están ellos, la Gaba lee, habla, escucha música y ve películas del cine dorado mexicano y del viejo Hollywood. Ella llena la mansión al igual que la mujer del cuento Los funerales de la mamá grande.

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EL ESPECTADOR
Bogotá - Colombia
8 de noviembre de 2017

Columna

¿Dónde están 
las colombianas?

Por: Catalina Ruiz-Navarro
@Catalinapordios

Con ocasión del año Colombia-Francia, el Ministerio de Cultura anuncia que a un evento literario que tendrá lugar en la Biblioteca del Arsenal, el 15 de noviembre en París, sólo llevará a diez escritores colombianos, todos hombres, como si en este país no hubiese escritoras.

Y escritoras colombianas sí hay. Nada más este año se publicaron Animales del fin del mundo, de Gloria Susana Esquivel; La perra, de Pilar Quintana; Al otro lado del mar, de María Cristina Restrepo; Tiempo muerto, de Margarita García Robayo (a quien sí invitaron a Francia, pero no pudo asistir); la biografía de María Cano por Beatriz Helena Robledo, y su vida ilustrada, en María Cano: Roja muy roja, de Gabriela Pinilla, y Un amor líquido, de Carolina Vegas, a quien muchas veces le preguntan que si contar la historia de su maternidad “es literatura”. Además están Carolina Sanín, Yolanda Reyes, Fanny Buitrago, y si esta lista fuese histórica se llevaría todo el espacio de la columna.

Ante la vergüenza de no llevar escritoras al año Colombia-Francia salieron a decir que “nadie había tenido la intención” de dejarlas fuera, como siempre, porque de hecho la mayoría de las veces el machismo no es intencional, está en esos primeros nombres que se nos ocurren y en las primeras imágenes que nos vienen a la mente. Que no se les ocurriera llevar cinco escritoras y cinco escritores sólo muestra que nuestra tendencia a considerar sólo a los hombres, a leer sólo a los hombres, funciona en automático. Cuando nos hacemos la pregunta sobre qué escritoras colombianas hemos leído, la respuesta suele ser que muy pocas. Los hombres escriben los libros de texto, las fotocopias de las lecturas universitarias, las novelas y la historia de Colombia.

Basta observar por un segundo a las mujeres que construye en su literatura nuestro adorado Gabriel García Márquez para ver que todas son musas, mozas o madres. Gabo habrá sido muy buen escritor, pero eso no quita lo machista. Que no se nos olvide que en Cien años de soledad a Remedios Moscote la casan cuando sólo tiene nueve años y muere luego de que Aureliano Buendía la viola (a esa edad, es violación) y la preña. Sobre Remedios la Bella se podría escribir un largo ensayo sobre la mirada predadora masculina y el acoso. Tan machista era Gabo que en su verde vejez tuvo el nervio de escribir las Memorias de mis putas tristes, que además de ser un irrespeto simbólico a su fiel esposa, Mercedes, que literalmente lo mantuvo para que escribiera su gran obra, es una fan fiction de La casa de las bellas durmientes de Kawabata, que cuenta la historia de una suerte de prostíbulo a donde los viejos verdes impotentes van a restregársele a doncellas dormidas, es decir, es un libro sobre violaciones. Estos son los tropos de los escritores latinoamericanos, los del Boom son casi todos asquerosamente machistas, y hasta Neruda en sus memorias confiesa una violación “casual” que el escritor comete cuando ve a la empleada que le arregla el cuarto y “le dan ganas”. Pero el machismo en la literatura no lo vamos a notar hasta que leamos a las mujeres. No puede ser que toda nuestra imaginación esté sólo alimentada por las ficciones que escriben los machos.

La consecuencia es gravísima, pues al borrar a las colombianas de nuestra mente les estamos quitando oportunidades, reconocimiento y derechos. La consecuencia es que no pensamos en las mujeres, y esto tiene efectos, porque de hecho somos la mayoría de la población. Por eso el Ministerio no invitó a las mujeres a Francia. Por eso cuando Adidas anuncia la nueva camiseta de la selección de fútbol colombiana, a la única mujer que incluyen en su promoción es a la exreina de belleza Paulina Vega Dieppa, y otra vez se les “olvidó” incluir a las deportistas, específicamente a las futbolistas colombianas que tienen resultados internacionales mucho mejores que nuestra amada “selección” de hombres. Casi todas las colombianas que se destacan en su campo lo hacen esforzándose el doble que sus colegas hombres y son invariablemente cuestionadas. Aquí están, son excelentes, y no las vemos porque crecimos imaginando que no existen. Que no existimos.

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Catalina Ruiz. Foto de página web.

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EL ESPECTADOR
Bogotá - Colombia
8 de noviembre de 2017

Columna

Catalina Ruiz Navarro
no sabe leer a
Gabriel García Márquez

Por Juan David Torres Duarte

Catalina Ruiz Navarro acaba de dar una clase ejemplar de cómo se pueden acomodar los hechos a una interpretación prejuiciosa. En su columna de este miércoles, Ruiz Navarro critica al Ministerio de Cultura por haber dejado a las escritoras colombianas por fuera de una serie de charlas sobre la literatura nacional que se darán en Francia. La crítica ante el error del Ministerio es ineludible: cometió una estupidez insalvable. Sin embargo, para probar su punto, Ruiz Navarro carga —porque sí— contra el supuesto machismo literario de García Márquez, una prueba de que desconoce por completo su obra y de que no tiene ni idea de literatura.

En el cuarto párrafo, Ruiz Navarro escribe: “Basta observar por un segundo a las mujeres que construye en su literatura nuestro adorado Gabriel García Márquez para ver que todas son musas, mozas o madres. (…) Que no se nos olvide que en Cien años de soledad a Remedios Moscote la casan cuando sólo tiene nueve años y muere luego de que Aureliano Buendía la viola (a esa edad, es violación) y la preña. Sobre Remedios la Bella se podría escribir un largo ensayo sobre la mirada predadora masculina y el acoso”.

Esas tres oraciones son de una ignorancia excesiva: sólo quien ha hojeado los libros de García Márquez sin atención alguna sería capaz de aseverar que todos sus personajes femeninos son “musas, mozas o madres”. ¿Por qué no recuerda a Pilar Ternera, la prostituta más digna de todo el Caribe? ¿Por qué no recuerda a la Mamá Grande, “soberana absoluta del reino de Macondo”, un retrato genial del poder femenino? ¿Qué diría Ruiz Navarro de Úrsula que, además de ser madre —a propósito, ¿qué tiene de malo ser madre?—, es la sobreviviente eterna, por su voluntad y por su fuerza, ante la debacle de Macondo?  ¿Y qué nos diría sobre Ángela Vicario, uno de los personajes principales de Crónica de una muerte anunciada, esa novela que Carolina Sanín calificó hace poco en Arcadia como “la mejor novela feminista que se ha escrito en América Latina”? ¿Qué tal si en su columna se hubiera tomado el trabajo de analizar también la pena que Rebeca Buendía enfrenta con decisión, la voluntad de fierro de Amaranta Úrsula y la resistencia de Isabel en La hojarasca? ¿Se olvidó de la tenacidad de la Cándida Eréndira?

En cambio, su interpretación es totalitaria: reduce a todos los personajes a sus papeles de “madre, musa o moza”. Eso es el totalitarismo, como señaló Kundera: ignorar que existen otras facetas de la vida. Es ella quien les otorga sólo ese papel y las ve sólo de ese modo, aunque en el papel tengan una riqueza infinita de dimensiones. Es ella quien decide evitarlas y formular, en cambio, un análisis moralista y pobre que habrían incluido en el Índice Católico de los Libros Prohibidos si aún existiera. Por eso le resultan muy convenientes las exégesis retorcidas de Remedios Moscote —un ejemplo, además, formulado a medias— y de Remedios La Bella para su tesis de García Márquez, el macho incontrolable. ¿Ruiz Navarro decidió dejar de lado el aura de empoderamiento que tiene Remedios La Bella, por completo desinteresada en ajustarse a las normas que determinan su comportamiento correcto como mujer? La columnista faltó a una regla de principiante de la escritura: documentarse. Tal vez sucumbió ante la peste del olvido.

Su columna se basa, además, en otros postulados tercos y sin fondo. Ruiz Navarro pone el ejemplo de Remedios Moscote como una manera de avisarnos que, si García Márquez lo escribe en su libro, es porque él mismo lo aprueba. Por ende, García Márquez, además de ser un machista, resulta siendo un encubridor de violadores. Pero no es más que otra prueba de que desconoce los procedimientos literarios: que un escritor de ficción describa una situación de ese calibre no significa que esté de acuerdo con ella, ni la apruebe, ni la glorifique. La representación literaria no implica complicidad. De hecho, la muerte de Remedios, luego de haber sido desprendida de su familia a una edad tan tierna, puede ser interpretada como el castigo merecido al que será sometido Aureliano durante toda su vida, a esa tristeza sin límites que lo dejará vagando por siempre. Pero su interpretación torcida, en cambio, encaja perfecto en la tesis que defiende: como vemos que Aureliano tiene sexo con una niña de nueve años, entonces García Márquez se convierte en mecenas de la perversión.

Bravo. Bravísimo.

Sus desatinos solemnes persisten (los comentarios entre paréntesis son míos): “Tan machista era Gabo que en su verde vejez (¡verde vejez! De seguro tiene pruebas suficientes para sustentarlo) tuvo el nervio de escribir las Memorias de mis putas tristes, que además de ser un irrespeto simbólico (porque el grado de respeto determina la calidad de una obra literaria) a su fiel esposa, Mercedes, que literalmente lo mantuvo para que escribiera su gran obra, es una fan fiction de La casa de las bellas durmientes de Kawabata, que cuenta la historia de una suerte de prostíbulo a donde los viejos verdes impotentes van a restregársele a doncellas dormidas, es decir, es un libro sobre violaciones”.

En ese párrafo, Ruiz Navarro deslumbra con otro golpe de su experticia literaria: además de que juzga Memorias de mis putas tristes como un diario de vida de García Márquez (que no lo es, es una novela, es decir, ficción, es decir, reinterpretación de la realidad a partir de la fantasía, es decir, está equivocada y mejor que vuelva a leer la novela), abofetea a Kawabata sólo por haber escrito un libro sobre violaciones. ¿Y acaso no se pueden escribir libros sobre ese tema? ¿Está vedado? Tal vez Ruiz Navarro podría contarnos qué temas pueden tocar los escritores de ficción y qué, más bien, deberían mantener escondido. Esa forma sutil de censura estética no le queda muy bien a alguien que se ha declarado feminista y, por lo tanto, protectora de los derechos y libertades básicas.

Toda su confusión inaudita y prejuiciosa parte de un punto debatido hasta el cansancio: Ruiz Navarro supone de manera ingenua que el escritor es lo mismo que su obra. Si lo juzgamos a él, podemos juzgar toda su obra (pobre Dostoiévski). En ese mismo párrafo, la columnista escribe: “Gabo habrá sido muy buen escritor, pero eso no quita lo machista”. Más allá de que hubiera sido machista o no (de nuevo, una acusación que ella jamás sustenta), los libros de García Márquez no dependen de la personalidad de su escritor, porque en la ficción (y esta es una lección básica de la que Ruiz Navarro prescindió o que nunca quiso tener en cuenta) se forman numerosas personalidades, el yo se ramifica, se expande hasta la desaparición, y al final ya no es posible decir si la vida creó la literatura o la literatura creó la vida. La literatura no va en un solo camino, como quisiera cualquier dogmático: es el camino de los desvíos.

Las novelas de García Márquez, como las de cualquier otro escritor dedicado, no son autobiografías: son realidades independientes, mundos que se sostienen por sí mismos, que reflejan de una manera estética (es decir, decantada y determinada por cierta técnica) aquello que existe afuera y también aquello que no. Es un juego de la imaginación —libre, merodeadora— que se tropieza con la realidad. Por eso, ni las novelas ni ningún arte deben postrarse ante la policía moral. En efecto, a Remedios Moscote la violaron, la casaron en contra de su voluntad. Pero eso es ver la mitad del cuento: uno de los derechos del escritor es justamente reflejar aquello que está fuera con delicadeza, con maestría. ¿Vamos a decir entonces que García Márquez aprobaba la Masacre de las Bananeras porque la representó en Cien años de soledad? ¿Se atrevería Ruiz Navarro a decirle a Joyce que es un puerco sin sentimientos por haber puesto a uno de sus personajes, Leopold Bloom, a limpiarse el trasero con la publicación de un poema de uno de sus escritores enemigos?

No es posible juzgar de manera equilibrada a un escritor con base en criterios morales, en categorías de los estudios de género o en el feminismo, como lo hace Ruiz Navarro (que evita la discusión real, la estética): hacerlo significa, de entrada, despreciar su valor narrativo, documental, literario y estético; aquello que, en últimas, es el don singular de la literatura. Sería como calzarle a una hormiga un zapato para elefante. El resultado siempre será una interpretación errada y, sobre todo, incompleta. Una obra literaria es un producto estético y debe ser juzgada bajo esos criterios (que son móviles e inestables, contrario al dogmatismo de los paradigmas, y allí radica su belleza). Sin embargo, si Ruiz Navarro insiste en su yerro, le propongo otro argumento para su lista: García Márquez era un inclemente asesino de la fauna nacional porque llenó un baño entero con mariposas amarillas en extinción.

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Excélsior
Ciudad de México
11 de noviembre de 2017

Columna

Gabo, que te 
quiero Gabo
Otra vez, cuando yo conocí a Gabo García Márquez tenía unas piernas bien calzadas y trepábamos las montañas como si fueran dibujos de niños.

Por Maria Luisa Mendoza

Ya lo dije. Éramos tan jóvenes que trepar los cerros no tenía molestia cual ninguna. Lo extraordinario es no habernos caído desde las cúspides aquéllas, como si fuéramos gamos o ciervos. Simplemente niños.

Ahora ya somos grandes y leemos lo que los demás han escrito de Gabito, ese maravilloso muchacho casado con La Gaba y que era en mucho el único de mis amigos pasados por las armas del matrimonio, pero porque él lo quiso… haga usted de cuenta que tiene unos diez años y un muchacho le dice a usted precisamente que algún día se va a casar con usted merita. Es el sueño de amor de las chamacas, lo nunca visto por supuesto, y lo fantástico es que esa persona joven y hermosa como el Gabo del cuento vaya y le pida a La Gabita un matrimonio de a deveras.

Allí están los dos muchachos tan bellos esperándolos. Uno va a ser el mejor cineasta para quien esto escribe, alto y guapo como él solo, y el otro es un chico aparecido de pronto en una calle de París, cuando Chaneca Maldonado y yo tomábamos un café muy quitadas de la pena y él venía con dos o tres jóvenes, sus compañeros de escuela, todos estudiando música si no me equivoco. El hijo jovencito de los Gabos era el ser más guapo de París, y tan amable, tan gentil. Venía de su casa que yo ya conocía, un departamento precioso, oscurón es verdad, pero de un calorcito único… además estaba en París, ya lo dije, y el hijo de los muchachos lo habitaba todavía sin casarse con Pía, la hija de Salvador Elizondo.

En realidad, yo ya conocía todo lo referente a los García Márquez. La casa, por ejemplo, de la Ciudad de México, construida por el arquitecto Parra, el papá de Riqui, mi amiga bien amada, y vista en la intimidad en realidad por la generosidad de Chaneca, quien era en esos entonces una especie de hermana mía y de los Gabitos, y así sabía ya de los forros de la sala a veces blancos, a veces de cuadritos o rojos, una maravilla. Esa casa del jardín me maravilló desde siempre y les ofreció a mi vidriero, mi ventanero, mi artista especial, para que les hiciera a su vez una vidriera preciosa que parecía seguir mis vidrieras estilo art nouveau, descubiertas entre un montón de divinidades hechas por un japonés de paso por Tenochtitlan. Quiero dejar aquí mis impresiones de la casa susodicha, pues significa una de esas estampidas de luces y cuartos mágicos casi inexistentes.

Hay que hacer notar que Gabita es una de las mujeres mejor vestidas que conozco en la faz de la Tierra. Su buen gusto no tiene par, le he visto trajes de un buen gusto único, y si bien es verdad que el traje maravilloso que llevó a Europa la tarde que le otorgaron a su marido el Premio Nobel, yo no tuve el honor de verlo con mis ojos semiciegos, porque no tuve oro de Moscú (o como decíamos antes), sí constaté una docena, por lo menos, quizá porque era pobre-pobre, pero el regusto por lo nunca visto no se me ha quitado, es cuestión de familia, eso que ni qué.

Debo contar el vestido que La Gaba estrenó el día que el Presidente de la República le otorgó el Águila Azteca, distinción que se le da a quien honra a nuestra patria con la obra, el comportamiento, el amor pues, y Gabriel García Márquez siempre fue un enamorado de México.

En aquellos tiempos yo era una periodista audaz, como quien dice, y por eso me invitaban a las grandes ocasiones, sobre todo, las que se realizaban en la Presidencia de la República, en uno de sus salones amplísimos y de techos altos. Allí estábamos los reporteros carcamoneros y por ello mismo me sentí muy a gusto con la invitación. También estrené traje —rosa de palo— y me quedaba que ni pintado. Estrené igualmente zapatos marca Chanel, que a Chaneca le gustaron mucho y a mí me dio por quitármelos en plena Presidencia sin pudor ni nada, simplemente se los puse en las manos a mi amiga que los vio con atención y con atención le vieron los cacles todos los que rodeaban la escena sin igual… ella y yo éramos como hermanas, no sé por qué íbamos a tener pena o lo que fuera. A la mañana siguiente aparecimos en la primera página de mi periódico Excélsior muy descalzas, muy orondas, fuimos la sensación, le robamos un pellizquito a Gabo de la fama mundial.

De ese día recuerdo la luz del salón, el aroma del jardín de la Presidencia colándose por las puertas abiertas, la distinción de La Gaba con un traje oscuro absolutamente despampanante, ni siquiera la reina de Inglaterra traería algo igual, bueno, la reina de Inglaterra siempre usa unos vestidos como de San Juan de Letrán con su bolsa del 15 de septiembre.

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EL ESPECTADOR
Bogotá - Colombia
11 de noviembre de 2017

Columna

La música 
se hizo palabra

Por: Javier Ortiz

La tarde en que regresó a casa avergonzado a consultar el diccionario porque un extraño en el circo se atrevió a corregirlo cuando confundió un dromedario con un camello, el coronel Nicolás Márquez le mintió a su nieto. En realidad, en aquel mamotreto que lo sabía todo y nunca se equivocaba, no estaban todas las palabras. Faltaba una: Vallenato. Así, con V, no con B, porque aunque conocía de mares y errancia, esta expresión no tenía nada que ver con la cría del mayor de los cetáceos. La paradoja es que muchos años después nadie contribuiría más para que ese vocablo estuviera en el diccionario de la Real Academia Española que aquel nieto insomne.

Gabriel García Márquez es el principal responsable de que el afamado diccionario estrene este diciembre la palabra Vallenato, para designar a una expresión musical nacida en el Caribe colombiano. La cosa comenzó temprano, quizá con aquella nota del 22 de mayo de 1948 en El Universal de Cartagena, en la que comparó el acordeón con un animal triste, un fuelle nostálgico cuyas notas arrugaban el sentimiento. Luego vendrían las correrías por el Magdalena Grande con el compositor Rafael Escalona; un maravilloso texto en El Heraldo en el que explicó la manera como el vallenato había ayudado a sobrellevar el duelo producto de la violencia partidista en La Paz, un pueblo cerca a Valledupar; el retrato de Francisco el Hombre en Cien años de soledad, como un viejo trotamundos que cantaba los acontecimientos de la región acompañado de un viejo acordeón que le regaló sir Walter Raleigh; el epígrafe de El amor en los tiempos del cólera tomado de una hermosa canción de Leandro Díaz; y su apoyo al Festival de la Leyenda Vallenata. Lo demás, también lo sabemos, lo hicieron las alianzas de la élites regionales con las del centro del país, y las parrandas en las casas y los callejones del centro histórico de Valledupar en los tiempos en que se repartían a dedo gobernaciones y alcaldías.

Los diccionarios son el pulso de la evolución social y conceptual de una época, y por eso su invaluable condición de fuente histórica. Lo que hizo la Enciclopedia, el proyecto ilustrado francés del siglo XVIII, fue explicarle al mundo en orden alfabético los conceptos que en ese momento estaban desordenando políticamente a Europa. Y María Moliner, cuando empezó a escribir ese diccionario sorprendente con la misma devoción con que remendaba calcetines, advirtió que quería atrapar todas las palabras, “sobre todo las que encuentro en los periódicos porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento.” La Academia en realidad es una institución conservadora y poco ágil para agarrar palabras al vuelo. Su diccionario es para muchos una especie de necrópolis de las palabras, un panóptico que las encarcela cuando ya han perdido la magia y la gracia que les otorga su uso cotidiano.

La palabra Vallenato aparecerá oficialmente en el diccionario no en la efervescencia de la parranda sino en tiempos de resaca. Hace dos años la música vallenata tradicional fue reconocida como patrimonio inmaterial de la humanidad por la Unesco, pero incluida dentro de la lista de manifestaciones culturales que necesitan de proceso de salvaguardia urgente. Quizá este nuevo reconocimiento deba tomarse como un aliciente para quienes, como Gabo, defendieron su espíritu memorioso y trashumante.

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LA REPUBLICA
Lima – Perú
10 de noviembre de 2017

Cultural

El boom no hubiese 
existido sin Balcells
Reveló Xavi Ayén, periodista español, quien abrió las actividades
del primer día del Hay Festival

El fallecido escritor Gabriel García Márquez adornaba la realidad. “Para eso era un maestro”, reveló Xavi Ayén, periodista español, quien abrió las actividades del primer día del Hay Festival hablando del boom latinoamericano. Ayén contó que Gabo por ejemplo, modificaba su edad. Nació en 1927 pero en muchos de sus libros cambiaba a 1928. “Lo hacía por coquetería”, dijo Ayén.

El colombiano también explicaba a sus biógrafos que mandó a su editor en Argentina el manuscrito de Cien años de soledad en dos partes por su precaria situación económica. “Sin embargo Paco (Francisco) Porrúa (el editor) me dijo que cuando abrió el paquete encontró el manuscrito completo”, contó el periodista. Ayén investigó por casi 10 años el boom, un término que acuñó por primera vez el periodista argentino Luis Harss para referirse al “auge” de estos escritores. Todos los hallazgos de Ayén los compiló en Aquellos años del boom, que espera sea editada para Latinoamérica en el 2018.

 Escritor. Ayén presentará documental sobre Carmen Balcells.

Por Redacción

Uno de los personajes más relevantes en este grupo que “lo integraban solo machos” fue sin duda la agente literaria Carmen Balcells. Sin ella no hubiera existido. “Es ella quien los cohesiona, organiza que vivan en la misma vecindad, Barcelona (España), que vayan a las mismas excursiones”.

El peruano Mario Vargas Llosa la bautizó como la “Mamá Grande” . El autor de La ciudad y los perros dijo de Balcells: A ella le debemos todo ... y todo lo que tenemos. Pero en el boom también hubo “marginados”. Una de ellas es la escritora argentina Luisa Valenzuela pese a su sólida literatura.

El periodista destaca que se creó la sensación de que cada país debía tener un autor del boom. Ecuador no lo tenía y se lo inventaron. El chileno José Donoso cuando lo entrevistaban recomendaba leer a Marcelo Chiriboga un ecuatoriano cuya primera novela era La línea imaginaria. ”Balcells incluso hacía como si lo representaba”, dijo.

Historia personal del boom, de Donoso empujó a Ayén escribir del boom. Por qué lo hizo. “Una revista chilena se preguntaba por qué ellos no tenían un escritor del boom . Esto le produjo tal frustración y rabia a Donoso que escribió Historia personal del boom”, dijo.

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REVISTA ARCADIA
Bogotá – Colombia
20 de octubre de 2017

El autor 
y la escritora
Carolina Sanín ahonda en 'Crónica de una muerte anunciada', para ella "la mejor novela feminista que se ha escrito en América Latina".

Por Carolina Sanín

Si queremos, podemos oír que en la vida se nos hace incesantemente una sola pregunta: qué nos ha traído al lugar donde estamos; qué nos hace actuar como actuamos; qué nos pasó, qué y quién nos afectó. La respuesta es la disposición a contarnos nuestra propia e infinita historia; no es una respuesta, sino una actitud: la responsabilidad misma. En Crónica de una muerte anunciada se le hace tres veces la pregunta a Ángela Vicario, la protagonista. En su noche de bodas, después de que Bayardo San Román la devuelve a su casa tras descubrir que ella no es virgen, uno de sus hermanos le pregunta “quién fue” —quien hizo que dejara de ser virgen—. “Ella se demoró apenas el tiempo necesario para decir el nombre”, dice el narrador. “Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre. ‘Santiago Nasar’, dijo”.

A continuación el lector se persuade de que los hermanos Vicario darán muerte a un inocente para restablecer el honor de la familia y en obediencia al prejuicio. El narrador mismo duda explícitamente de que Santiago Nasar sea responsable. Sin embargo, dice que Ángela Vicario no dijo cualquier nombre, sino que lo “buscó” y que lo “encontró”, y que la sentencia de Santiago Nasar estaba escrita. En otras partes de la novela se describe a Santiago Nasar como un cazador y destructor de mujeres: un “gavilán pollero. Andaba solo, igual que su padre, cortándole el cogollo a cuanta doncella sin rumbo empezaba a despuntar por esos montes”. La mañana en que lo van a matar, Santiago Nasar le dice a Divina Flor, la hija adolescente de la sirvienta de su casa: “Ya estás en tiempo de desbravar”. Más tarde, cuando trata de entrar en su casa para que no lo maten, lo acuchillan contra la puerta que su madre ha cerrado pues Divina Flor, en su lúcida inconsciencia, ha dicho que él ya está en la casa.

Puede leerse Crónica de una muerte anunciada como una parábola sobre la responsabilidad, la deuda y la imposibilidad de asignar una culpa (un tema central en la obra de García Márquez a partir del cuento “En este pueblo no hay ladrones”): Santiago Nasar puede no haber “desbravado” a Ángela Vicario, pero sí a muchas otras (tal vez Ángela Vicario fue su víctima solo vicariamente y fue el ángel vengador). La novela puede leerse también como una paradoja sobre el desencuentro entre el rumor y la información, que hace imposible la solidaridad: todo el pueblo sabe que a Santiago Nasar lo matarán en la mañana por la denuncia de Ángela Vicario, y nadie —con una salvedad— lo avisa. Puede leerse como un comentario sobre la espectacularidad del delito: “La gente que regresaba del puerto, alertada por los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen”. Puede leerse también como un comentario sobre la inutilidad del sacrificio: la muerte de Santiago Nasar, en la plaza del pueblo y contra la puerta de su casa (acuchillado por dos matarifes de cerdos), se describe como la muerte de un toro contra el burladero en una plaza de toros, y su autopsia gratuita es el descuartizamiento de un animal. Por demás, la masacre de animales aparece recurrentemente a lo largo de la historia.

Pero la novela trata también acerca del sacrificio útil. A Ángela Vicario se le hace por segunda vez la pregunta sobre su vida después de que el crimen se ha perpetrado: “Cuando el juez instructor le preguntó con su estilo lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella le contestó impasible: ‘Fue mi autor’”. Es una frase que queda resonando, como un enigma, en la mente del lector. El autor de Ángela Vicario es ciertamente Gabriel García Márquez, su primo, quien se presenta autobiográficamente en la novela e investiga el caso “en una época incierta en que trataba de entender algo de mí mismo”. ¿Qué quiere decir ese “mi autor” con respecto a Santiago Nasar, el joven patriarca?

Después de que ocurre la muerte anunciada, los Vicario se van del pueblo y la madre hace “lo posible para que Ángela Vicario se mu(era) en vida”. Ella, sin embargo, “le malogró los propósitos, porque nunca hizo ningún misterio de su desventura”. Cuando el autor la encuentra, muchos años después, en medio del desierto de La Guajira (el mismo desierto al que la Cándida Eréndira escapa liberada, al final de su largo relato), la encuentra cambiada. Ya no es “tu prima la boba”, como se refería a ella Santiago Nasar, ni la caracterizada por “el desamparo” y “la pobreza de espíritu”, sino que “era tan madura e ingeniosa que costaba trabajo creer que fuera la misma”. Después del sacrificio —o el ajusticiamiento— de Santiago Nasar, Ángela Vicario se vuelve capaz de contar su propia historia “sin reticencias”. Cuenta cómo no quiso engañar a su marido fingiéndose virgen como le habían aconsejado las otras mujeres. Cuenta cómo estaba dispuesta a morir, y cómo, dentro de la golpiza que le dio su madre en la noche de bodas, nació en ella el amor por Bayardo San Román. “Nació de nuevo”, dice el narrador, y fue “dueña por primera vez de su destino” y “se volvió lúcida, imperiosa, maestra de su albedrío”. Se dio cuenta, también, de que el odio por su madre y el nuevo amor que la construía crecían proporcionalmente.

Después de que ella responde por tercera vez con la enunciación de la responsabilidad del hombre — “No le des más vueltas primo, fue él”, le dice al narrador— se cuenta que Ángela Vicario se hace escritora. Deja de ser la amada —la novia pasiva escogida por un hombre que no la conoce, obligada a casarse con él sin amor— a ser la amante que escoge someterse a la autoridad de su propio enamoramiento. Le escribe cartas a Bayardo San Román durante diecisiete años: “Al principio fueron esquelas de compromiso, después fueron papelitos de amante furtiva, billetes perfumados de novia fugaz, memoriales de negocios, documentos de amor, y por último fueron las cartas indignas de una esposa abandonada que se inventaba enfermedades crueles para obligarlo a volver”. Por último, “le habló de las lacras eternas que él había dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana”. Escribe libremente y de todo: la mujer no ideal (la no virgen), después de haber visto y declarado que el patriarcado ha sido autor de su personaje, asume otro papel: el históricamente masculino del autor romántico —el que amaba a una mujer idealizada—, pero con un vuelco: ella ama y se dirige a un hombre real. Multiplica su propio personaje autoral y se ironiza en sus escritos. Se hace responsable de sí misma, ante sí. “Era como escribirle a nadie”, dice, y con su escritura y su conciencia revierte todo el discurso amoroso de occidente, el discurso iniciado en la Edad Media con la poesía del amor cortés compuesta por los trovadores, herederos y alumnos de los árabes. (No es secundario que Santiago Nasar sea hijo de un árabe, ni es insignificante que la única vez que oye el anuncio de su muerte lo oiga en árabe, de labios del padre de su novia).

La muerte que en la Crónica de una muerte anunciada está anunciada es la muerte del patriarca (el mismo cuyo otoño se narra por extenso en otra parte). Al final de la mejor novela feminista que se ha escrito en América Latina, el hombre —Bayardo San Román—, ya no amante sino amado, se presenta en la puerta de Ángela Vicario, la autora de su destino, y dice: “Bueno, aquí estoy”. Trae las casi dos mil cartas que ella le escribió, todas sin abrir. Pues ella ya es escritora, pero él aún no es lector.

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