20 de mayo de 2017

MEMORABILIA GGM 868



HARRY RANSOM CENTER
Universidad de Texas
Houston – Tx.-  U.S.A.
Abril de 2017

Grito por una flor

Por Jullianne Ballou

Una fuente innegable de placer en los archivos es la aparición de los garabatos de un escritor en los márgenes de los libros y manuscritos. Como hemos digitalizado los documentos de García Márquez para su archivo en línea (un proyecto financiado por el Consejo de Biblioteca y Recursos de Información), hemos encontrado un puñado de dibujos lúdicos y notas, la mayoría de las veces un audaz "Ojo!" Anotado en un manuscrito borrador.

Cuando nos encontramos con la firma de García Márquez está acompañada por una flor de tallo largo, que según me cuenta la archivista de la colección está tatuada en el brazo de la nieta del escritor. Encontramos una fotografía de García Márquez que agregaba su autógrafo al lado de la flor en la cara de un barril de vino, mientras que un hombre en una camisa blanca y un sombrero de copa blanco mira sonriente. Nuestros colegas en la catalogación notaron una flor similar al lado de la firma de Pablo Neruda en un libro que regaló a García Márquez.

Gabriel García Márquez autografía un barril de vino, 2005. Fotógrafo desconocido.

Fin de mundo" / Pablo Neruda (1969), inscrito por el autor, 1970

Última página del prólogo escrito por García Márquez para Figuración Fabulación: 75 años de pintura en América Latina por Roberto Guevara (1990)


Para un admirador en un manuscrito de Cien años de soledad

 
Los escritos de un escritor pueden hacernos más conscientes de lo que falta que lo que está presente, y me he encontrado pensando en la procedencia de la flor. ¿García Márquez la heredó de Neruda, y la nieta continúa el linaje? ¿O se inspiraba en un interés personal en las flores -como símbolos, talismanes o simplemente objetos de belleza? En una entrevista de 1983 con Plinio Apuleyo Mendoza, publicada en El olor de la guayaba (1999), se produce el siguiente intercambio:

Mendoza: Siempre hay flores amarillas en tu casa. ¿Qué significado tienen?
García Márquez: Nada horrible me puede pasar si hay flores amarillas alrededor. Para estar absolutamente seguro, necesito flores amarillas (preferiblemente rosas amarillas) y estar rodeado de mujeres.

Mendoza: Mercedes siempre pone una rosa en su escritorio.
García Márquez: Lo que pasó bastantes veces es que estoy tratando de trabajar y no llegar a ninguna parte, nada va bien, estoy tirando página tras página. Entonces miro el florero y encuentro la razón: la rosa no está. Grito por una flor, la traen, y todo empieza a salir bien.

Había -y siguen existiendo- las flores del barrio de San Ángel en la Ciudad de México, donde García Márquez vivió y escribió durante más de cinco décadas. La lluvia de flores amarillas en Cien Años de Soledad que cayó del cielo y "cubrió los techos y bloqueó las puertas y sofocó a los animales que dormían al aire libre" después el primer Buendía muere. Y las flores amarillas repartidas en las calles de Aracataca después de la muerte de García Márquez. Se sabe que el autor ha dicho que en la génesis de todos sus libros había una imagen, y he llegado a ver la flor como la imagen que une el corpus de sus diversas obras. Cuando una estudiante me dijo que estaba escribiendo un artículo sobre alusiones botánicas en el trabajo de García Márquez, volví a pensar en la flor. A menudo vemos el mundo natural como evidencia de nuestra mortalidad. En las obras de García Márquez, eso es lo mismo que la prueba de lo que el escritor debe haber sabido todo el tiempo, que los frutos de nuestra imaginación, incluyendo lo que hacemos en este mundo, nunca dejarán de existir.

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MEMORABILIA GGM
Cali – Colombia
26 de abril de 2017

El cuento siguiente alcanzó merecidamente
el honroso tercer lugar en el Concurso de Cuento
instituido por las autoridades de Aracataca.

Monólogo de García Márquez
viendo llover desde el cielo

Por Jose Miguel Alzate

Por ahí andan diciendo que yo fui el creador de las mariposas amarillas. Qué pena tener que desmentirlos. Yo no me inventé esos animalitos que vuelan por el corredor de las begonias cuando Mauricio Babilonìa llega a la casa de Macondo para hacer el amor con Meme, aprovechando que Úrsula está en la cocina haciendo los bombones que manda a vender antes de que el sopor de las tres de la tarde impida a los muchachos ofrecerlos de casa en casa. Yo simplemente tomé como referente esa cantidad de animales que batiendo sus alas volaban por los predios donde la compañía bananera tenía las plantaciones. Lo que les voy a contar les puede servir a quienes se han acercado a mi obra para aclararles de una vez por todas que yo nada tuve que ver con eso. Fue mi abuelo Nicolás Ricardo quien me contó, la tarde en que me llevó a conocer el hielo, de unos animalitos con unas alas muy grandes que revoloteaban por los corredores impregnando el ambiente de un tono amarillo que hacía pensar en el color de la piel del hombre que enamoró a Meme. Las puse en mi novela como una manera de darle realismo mágico al entierro de José Arcadio Buendía porque pensé que llenando las calles de Macondo de esas flores amarillas estaba mostrándole al lector una característica de un pueblo donde se decía que nunca pasaba nada.

Los hechos que sucedieron en Macondo de ahí en adelante cambiaron la historia de este pueblo donde el gitano Melquíades exhibió lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia: el imán. Afortunadamente ya estaba yo ahí para contarlo. Con decirles que acompañé al hombre de barba montaraz y manos de gorrión cuando fue de casa en casa exhibiendo ante el asombro de todos los dos lingotes metálicos que hacían crujir las maderas ante el desespero de los clavos por desenclavarse. Yo sé que no me lo van a creer, pero fui testigo del momento en que el viejo José Arcadio le propuso a Melquíades, ante la mirada impávida de Úrsula, cambiarle los lingotes imantados por un mulo y unos chivos, porque llegó a pensar que con esos objetos era capaz de extraer de la tierra todo el oro existente, y hacerse rico.

Tengo en mi memoria, todavía fresca, la frase que dijo esa tarde: “Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa”. Aunque mucha gente dice que soy un fabulador, yo simplemente recogí las historias que desde niño escuché en mi casa de labios de mi madre Luisa Santiaga, magnificándolas con este talento literario que me llevó a crear la leyenda de Remedios La bella, que subió al cielo envuelta en las sábanas que su abuela ponía a secar en el patio de la casa.

Sí, incrédulos del mundo entero: tengo que decirles que quien escribe este cuento es el hijo del telegrafista de Aracataca, el mismo que como dicen por ahí conquistó el mundo con su imaginación portentosa. He bajado de las alturas en que ahora me encuentro para contarles hechos importantes de mi vida, aunque algunos se los conté en mis memorias que, por cierto, llevan un título que no sé de dónde me salió, pero que ahora yo llamaría Morir para contarlo. ¿Saben por qué lo digo? Porque desde ese diecisiete de abril de dosmilcatorce, cuando partí del mundo de los vivos, quedé en deuda con mis lectores.

¿Recuerdan ese día? Yo no lo olvido. Esa tarde de jueves Santo la noticia se regó por todos los rincones de la tierra. Algo parecido a lo que ocurrió ese diecisiete de diciembre en que murió Simón Bolívar, que se dispararon veintiún cañonazos para anunciarle al mundo que había muerto el libertador de cinco naciones. Esto no lo dije en el libro que sobre él escribí, El general en su laberinto. Pero lo recuerdo porque Rosa Fergusson me lo enseñó en la escuelita de Macondo donde aprendí mis primeras letras.

Quiero contarles algunas cosas sobre mi vida que de pronto ustedes no saben. Por ahí dicen las malas lenguas que yo me olvidé de Macondo, que abandoné mi patria, que no hice nada por Aracataca. Qué equivocados están quienes esto afirman. Yo hice más por este pedazo de tierra donde vine al mundo que muchos de los que me critican. Con decirles que he sido el único que ha puesto el nombre de esta patria que tanto amo en tan elevado sitial. Antes de mí no se hablaba de Macondo en ningún rincón del mundo. ¡Imagínense ustedes! No fue sino que yo publicara mi novela, esa que habla de un coronel contrito que peleó en treinta y dos enfrentamientos armados y los perdió todos, para que el nombre de mi patria fuera pronunciado con respeto. Ni para qué les digo cuánta gloría le di yo a este país. Hasta un Premio Nobel les traje de la fría Estocolmo.

Ese día el nombre de Macondo resonó como un eco glorioso. ¿Lo recuerdan? Fue primera página en todos los periódicos del mundo y, sin yo proponérmelo, hice volver los ojos de los académicos hacia este espacio geográfico donde nací un seis de marzo de milnovecientosveintisiete. Todos querían saber cómo era este pueblo cubierto hasta entonces por los vendavales del olvido.

No sé si les guste lo que les voy a contar, pero tengo que sacarme algunas espinas que la envidia clavó en mi vida. Empiezo. Es mentira que cuando llegué a Cartagena después de que en Bogotá mataron a Gaitán yo únicamente usaba camisas de flores, pantalones de vaquero y unas zapatillas sin lustrar. Eso como que lo dijo un amigo que en esa ciudad me enseñó la tragedia griega cuando me hizo observaciones sobre una novela que estaba escribiendo, que le había entregado para que la leyera. ¡No, no crean eso! Yo siempre me caractericé, en vida, por ser un hombre elegante, bien vestido, que sabía combinar la ropa. Basta con que miren esa foto donde aparezco en la redacción de El Espectador de vestido negro y corbata, los zapatos sobre el escritorio y un cigarrillo en los labios, con un bigote a lo Javier Solís, para que se den cuenta de que me vestía bien.

Esas fueron invenciones que hizo en Bogotá Plinio Apuleyo Mendoza por venganza porque no fue capaz de llegar a donde yo llegué. Lo que sí es cierto es lo que cuenta Dasso Saldivar: que pasé hambre en París mientras escribía la novela sobre el coronel que se quedó esperando que le llegara la pensión. Les voy a contar la verdad: estando allá me quedé sin trabajo porque el periódico del cual era corresponsal fue cerrado por el régimen de Rojas Pinilla. Entonces me vi sin un peso en el bolsillo en una ciudad donde nadie me conocía, la misma donde una tarde vi cruzar por el bulevar Saint Germain nada más ni nada menos que al maestro Hemingway.

¿Cómo enfrenté la angustia de no tener con qué comer en una ciudad donde los escritores latinoamericanos pasábamos hambre mientras buscábamos la fama? Nunca faltan las almas caritativas. El inglés ese (Gerard Martín, me parece que se llama), que estuvo casi veinte años detrás de mí para escribir una biografía, dijo que yo vivía en una buhardilla del Hotel de Flandre, en la rue Cujas, encerrado escribiendo, y que salía a la calle a tratar de calmar el hambre. Eso es verdad. Como también lo es que a la propietaria, madame Lacroix, una señora de corazón noble que supo entender mis dificultades, le quedé debiendo dos años de arriendo. Eso sí, les aclaro que cuando volví a París después del éxito de Cien años de soledad fui a pagarle, pero ella me recibió únicamente la mitad. De mi permanencia en esa ciudad, que ustedes conocen al pie de la letra porque todos los días en los medios se dice algo sobre esta época de mi vida, me queda el recuerdo de una mujer: Tachia Quintana. Como está escrito en algún libro, esta mujer que me tendió la mano durante cuatro meses me dijo un día que si seguía escribiendo me iba a morir de hambre. Fue lo mismo que pensé una noche, recién llegado a Ciudad de México, cuando Mercedes me dijo que los hijos se iban a acostar sin tomarse el acostumbrado vaso de leche. Ante esta situación, al día siguiente le pedí a Alvaro Mutis que me ayudara a encontrar un empleo. Fue ahí cuando apareció el director de cine Gustavo Alatriste: me dio trabajo en una revista. Era tanta mi pobreza que a la entrevista con él fui con un zapato que tenía despegada la suela.

Volvamos al tema que me ha motivado a escribir este monólogo: mi formación literaria. Tengo mucho que aclarar. Y aquí voy a hacerlo. Quiero reconocerle a cada quien lo que aportó para mi consagración como escritor. ¿Qué soy un desagradecido? ¡Qué va! Esos son chismes que lanzan por ahí para hacerme daño. Yo quiero decirles hoy, con toda la sinceridad que amerita esta afirmación, que el llamado Grupo de Barranquilla no fue el único que consolidó mi vocación literaria. Es cierto que con ellos descubrí la novela moderna, y narradores como Faulkner y Hemingway, que me señalaron caminos en la literatura. Pero considero una injusticia lo que se ha hecho con la gente de Cartagena.

No fui yo quien lanzó esa afirmación que hizo carrera en el sentido de que todo lo que soy como escritor se lo debo a los amigos de Barranquilla. Hoy quiero reconocer lo que representó para mí el maestro Clemente Manuel Zabala, que además de sugerirme lecturas era mi corrector de estilo y gramático de cabecera. También la complicidad literaria de Héctor Rojas Herazo, Ramiro de la Espriella y Gustavo Ibarra Merlano, que me ayudaron a descubrir autores como Dos Passos y Steinbeck, indispensables para aprender estructura novelística. Pido disculpas por la ligereza de Jacques Gilard cuando afirmó que todo se lo debo al Grupo de Barranquilla. Para desvirtuarlo, empiezo diciéndoles que mi relación con el sabio catalán Ramón Vinyes fue apenas de tres meses. En cambio, con el entonces Jefe de Redacción de El Universal fue de casi tres años. Su famoso lápiz rojo fue determinante para pulir el estilo.  

En el momento en que escribo estas líneas veo que llueve sobre Macondo. Es una lluvia menuda que cae sobre las calles polvorientas por donde cruzaba, en otros tiempos, el tren de las cuatro de la tarde, antes de llevar al mar los cuerpos de los huelguistas que José Arcadio vio en un sueño. Ojalá este aguacero no dure esos cuatro años, once meses y dos días que duró el que narro en mi novela. Sería una tragedia. Macondo no está preparado para enfrentar otra. Bastante tenemos con todo lo que nos ha pasado durante estos cincuenta años de guerra que, parece, van a llegar a su fin. Quiero contarles algo: desde este sitio privilegiado donde comparto experiencias literarias con un hombre que me antecedió en la muerte hace cuatrocientos años, fabulador como yo, que le dejó a la humanidad otro monumento literario, El ingenioso hidalgo don Quijote de la mancha, me entero de todo lo que sucede en Macondo. Allá todavía tengo amigos que me recuerdan con cariño, y me manifiestan su afecto manteniéndome al tanto de todo. Por ellos me enteré de que la guerrilla va a dejar el monte para venirse a la ciudad, no a seguir matando como lo dijo en su momento el Mono Jojoy, sino a aportar al desarrollo del país como partido político. Yo desde aquí celebro que esto ocurra, porque en vida fui un abanderado de la paz. Tanto, que en varias ocasiones puse mi prestigio al servicio de la reconciliación. Además lo predije. ¿Cómo? Permitiéndole al coronel Aureliano Buendía firmar el armisticio con el gobierno para dejar las armas. Ojalá no pase lo que pasó con los insurrectos de mi novela, que regresaron al monte cuando se dieron cuenta de que el gobierno no les iba a cumplir lo acordado.

Les dije al principio que yo no fui el creador de las mariposas amarillas. ¿Alguien me lo puede creer? Lo que si fue fruto de mi imaginación fue encerrar al coronel Aureliano Buendía en la pieza del daguerrotipo para ponerlo a hacer pescaditos de oro. Era el cuarto donde el gitano Melquíades guardaba los manuscritos, esos que el último Aureliano, el que se casa con su tía Amaranta Úrsula y tienen un hijo con cola de cerdo, alcanzó a descifrar. También amarrar en el castaño del patio, debajo de un cobertizo, al viejo José Arcadio, poniéndolo a hacer sus necesidades allí mismo. Alguien se atrevió a decir que, en este sentido, yo era desmesurado. Yo le contesto, desde mi inmortalidad, que el novelista puede tomarse las licencias que quiera para darle consistencia a su relato. Esto lo debatíamos con Cepeda Samudio y José Félix Fuenmayor en el Grupo de Barranquilla. Como debatíamos la técnica en la narrativa de mi maestro William Faulkner después de haber leído sus libros. Por esta razón me tomé la licencia de crear un pueblo donde suceden cosas fantásticas como la levitación del padre Nicanor Reina mientras celebra la misa, o como el recorrido que hace la sangre de José Arcadio Buendía después de que Rebeca le pega un tiro en su propia casa. Les recuerdo que ese hilo de sangre salió por debajo de la puerta, siguió por las calles, subió escalinatas y, después de pasar por la calle de los turcos, llegó a la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para hacer el pan.

La otra noche estaba entretenido mirando por una rendija la luna que parpadeaba lejana, asombrado ante el espectáculo de cómo se ve la tierra desde aquí, cuando me enteré de que allá en Macondo un crítico desconocido, que escribe una prosa desaliñada, que no es de mi gusto, se atrevió a decir que yo había sido un fornicador de siete suelas. Ese señor escribió que Memoria de mis putas tristes era una transposición poética de lo que yo había hecho en la vida. Inclusive, se remonta al tema de un cuento largo donde narro la historia de la niña que fue obligada por la abuela a copular con todo el que pasaba frente a la carpa,  solo para recoger el dinero que necesitaba para reconstruir su casa, que se había incendiado por culpa de la niña. ¡Qué insensatez! Pensar que porque en mis años de Cartagena me tocó vivir en un hotel de mala muerte, adonde llegaban las putas con sus clientes para hacer el amor, yo era un enfermo por el sexo, es fruto de una imaginación lujuriosa. Según su lectura, cualquiera podría sugerir que yo fui el responsable del suicidio de Pietro Crespi después de que Amaranta lo deja por otro. O que soy un viejo verde porque durante un viaje en avión de París a Nueva York me entretuve observando a una mujer hermosa que dormía plácidamente en la silla contigua a la mía, hecho que narro en el cuento El avión de la bella durmiente, incluido en Doce cuentos peregrinos.

Les cuento que aquí en el cielo, donde estoy por haberle legado a la humanidad una obra inmortal, vivo muy bien. Aprovecho el tiempo para seguir leyendo a esos autores que me marcaron como escritor: Faulkner, Hemingway, Kafka, Virginia Wolf, y para enterarme de todas las cosas que de mí se dicen en Macondo. Eso me divierte, porque me ayuda a llevar el peso de la inmortalidad. Que es, como la fama, un fardo que hace mella en las espaldas. Pero me preocupa ver cómo esa lluvia menuda que empezó a caer hace rato se va tornando en un aguacero torrencial que convirtiendo las calles en ríos caudalosos amenaza con llevarse a su paso todo lo que encuentra. Mi temor es que este aguacero tenga la duración del que narro en Cien años de soledad. ¿Lo recuerdan?  Por si lo olvidaron, les cuento que del cielo cayó una tempestad que inundó calles, derribó paredes, acabó con los techos de las viviendas, arrancó de raíz las plantaciones de banano y, además, obligó a Aureliano Segundo a quedarse en la casa de Úrsula, desatendiendo los ruegos de Fernanda del Carpio, su esposa. “Me quedo aquí hasta que escampe”, le respondió él devolviéndole la sombrilla desbaratada que le había entregado para que se cubriera del agua.

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BOLETIN CULTURAL Y BIBLIOGRAFICO
Banco de la República
Bogotá – Colombia
Vol. L. Núm. 91 (Pág. 158)
Año 2016

Reseñas

Devoto de Gabo

Gabo en mi memoria
José Luis Díaz-Granados
Ediciones B, Bogotá, 2013, 155 págs., il.

Por Antonio Silvera Arenas

Más que un libro de memorias, José Luis Díaz-Granados ha escrito en estas poco más de ciento cincuenta páginas un devocionario a su primo Gabriel García Márquez. Precedido de tres textos introductorios: una nota preliminar, un árbol genealógico, en el que prueba su doble filiación, tanto por línea materna como paterna, con el autor de Aracataca, y un recuento de los ascendientes maternos y paternos de ambos, el devocionario comprende en sí relatos e impresiones de situaciones en las que compartió con él y, sobre todo, un conjunto de conversaciones que Díaz-Granados y García Márquez mantuvieron de manera interrumpida entre 1959, cuando el primero lo conoció en Bogotá, y 2007, al efectuarse el apoteósico homenaje al segundo en Cartagena, con motivo de su octogésimo cumpleaños, veinticinco del Nobel y los cuarenta de cien años de soledad. Un álbum de dieciséis imágenes (trece fotografías, un dibujo, una dedicatoria y el manuscrito de un cuento corregido con la propia letra del insigne escritor) cierra, a manera de ilustración el volumen.

Aparte de la nota preliminar, el libro se divide en doce capítulos, entre los cuales destaco: “Cómo conocí a Gabito”, “Gabito antes y después del Nobel”, “Los gabólogos” y “Con Gabito y Mercedes en La Habana”. El primero, “Cómo conocí a Gabito”, es muy importante porque en él se evidencia la forma en que Díaz-Granados convirtió desde muy joven a su primo en una especie de ídolo, al conocerlo, primero a través de las noticias que le daba su tía Dilia y de la lectura de la hojarasca, y luego de manera directa. Las dos cosas ocurrieron hacia octubre de 1959, cuando García Márquez llegara a Bogotá, procedente de Venezuela, para asumir en la ciudad el trabajo asignado por la agencia cubana Prensa Latina y que también coincidió con una reedición de su primera novela. Precisamente, al leerla, José Luis Díaz-Granados, por entonces de trece años, sintió el impulso de escribir un cuento propio, al que denominó “La casa” tras saber que tal era el nombre de una novela que García Márquez tenía proyectado escribir.

El mismo Díaz-Granados cuenta que llevó el cuento al diario El Espectador y lo vio publicado el domingo siguiente en el suplemento de dicho diario, tal como ocurriera al mismo García Márquez con su primer relato cerca de diez años atrás. Pocos días después, los primos se conocieron en el apartamento donde habitaba el futuro nobel con su esposa y el primero de sus hijos, aún de brazos. El encuentro estuvo mediado por la lectura del texto recién publicado y sobre el cual, García Márquez dijo: “–Está bueno el cuento” [pág. 29]. Al parecer aquel hecho selló el destino de José Luis Díaz-Granados, quien desde entonces no solo seguía paso a paso su vida y su obra, sino que llegó a imitarlo literaria y vitalmente. En el primer sentido, el mismo Díaz-Granados confiesa que su segundo cuento, publicado en diciembre del mismo 1959 lo tituló “Un día antes del viaje” y se lo dedicó a su admirado primo, siendo tal vez la primera dedicatoria hecha al escritor de Aracataca por parte de algún seguidor, tras leer “Un día después del sábado”. En el segundo sentido, dice el poeta samario que empezó a frecuentar a su primo y a hacer las cosas que él hacía, como fumar y vivir una bohemia similar a la que este experimentara durante sus años de periodista en Barranquilla:
Mi cerebro era un universo tumultuoso y caótico. Yo no era yo. Era Gabito en su época de vagabundo en los bajos fondos de Barranquilla, viendo películas malas en teatrillos de tercera, comiendo en fondas de los suburbios, fumando como un preso y puteando sin amor. [pág. 33]

En los siguientes capítulos, asistimos a una serie de datos que confirman otros ya conocidos: “William Ospina es superior a toda la literatura colombiana”, “las auroras de sangre es absolutamente extraordinario” [pág. 78], dijo, por ejemplo, García Márquez al asistir a alguna tertulia con su hermano Eligio y el propio Díaz-Granados en una cafetería Oma ubicada en el norte de Bogotá.

Aunque también hay varios totalmente novedosos, al menos para mí, como el hecho de que García Márquez consideraba a la madre de Díaz-Granados, Margot Valdeblánquez, la memoria viva de la familia y a quien al parecer se deben informaciones que fueron claves en la obra del escritor de Aracataca. También hay apuntes políticos hechos por nuestro genial fabulador, como el dirigido al gobierno de Betancur: “Belisario es muy buena persona, muy amable, muy sencillo, muy popular y todo lo que tú quieras, pero se queda a mitad de camino, le gustan los paños tibios… quiere quedar bien con todos y eso no es por ahí” [pág. 52]; o este otro respecto a la crítica literaria en nuestro país: “El problema del crítico en Colombia –me contesta sin dejar de mirar el libro– es que muchas veces tiene que sentarse a tomar café con los escritores y estos terminan cogiéndole el culo” [pág. 83].

Ahora bien, entre los datos más novedosos que trae este volumen, quizá los más interesantes se refieren a ciertas vivencias de García Márquez en Cuba, de las que su primo fue testigo por causa del exilio que debió padecer entre febrero de 2000 y julio de 2005. Infidencias sobre política latinoamericana y ciertos privilegios de la burocracia cubana pueden conocerse en esta parte del libro al leer entre líneas, pero desde el punto de vista literario, pienso que uno de los más a propósito es el comentario que manifestó un día de 1984 en medio de un agasajo que le hiciera Santiago Mutis al novelista Luis Fayad:
A mí a veces se me ha tildado de mezquino porque no elogio las obras de los escritores jóvenes. Pero ya me pasó una vez. Elogié a un cuentista colombiano y este se durmió sobre sus laureles.
Sentí que le había hecho daño. Pero es que yo recuerdo que hace veinte años a los jóvenes les interesaba más la fama que hacer un buen trabajo.
Me mira de reojo. Yo no sé por qué, pero siento que el vainazo es para mí. [pág. 131]

Pudiera ser. Un verdadero dardo directo al corazón de este devoto del maestro. 



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EL TIEMPO
Bogotá – Colombia
15 de mayo 2017


Perfil de un sabio

El conflicto de un escritor
en una cultura de habla castellana,
pensando en catalán toda la vida.

Por: Heriberto Fiorillo
@HFiorillo

Ramón Vinyes, el sabio literato de Cien años de soledad, nació en Berga (Cataluña), el 8 de mayo de 1882.

Durante décadas, hasta sus últimos días, el estudioso francés Jacques Gilard nos develó distintos matices de la personalidad del llamado sabio catalán, reconstruyéndolo como un creador de humor, irreverente y fecundo, que se enfrentó a los poderes de por allá y por acá.

Según Gilard, Vinyes fue un demócrata republicano, un ser combativo que observó el poder desde lo popular: “Y pensar que somos un pueblo que quiere tener teatro”.

Gilard lamentó la pérdida del diario de Vinyes, un poeta que no cantó a los poderosos e insistió en que se contaran historias nuestras, como la de la mujer que pide no matar más caimanes porque su hijo se había convertido en uno.

Sin duda, ese relato es sustrato de la leyenda del hombre caimán.

Vinyes habría sido, pues, la irreverencia, la risa de la revista ‘Voces’, el hombre sarcástico que se mofaba de sus propios colegas. “Se burlaba hasta de aquel Pérez Domenech, que no era siquiera catalán sino más bien castellano”, diría Gilard, refiriéndose a un personaje de la radio barranquillera.

Vinyes criticó la manía de coronar poetas por parte de la gente en el poder y se burló, en secreto y a voces, de la intelectualidad local.

También, según Gilard, el sabio habría dicho en algún texto que Luis Eduardo Nieto Arteta “no leía los libros que comentaba” y que Germán Arciniegas “posaba de rebelde para entrar al sistema”.

A su regreso, en 1939, expresó que Amira de la Rosa, era “vanidosa y acrinolinada, como siempre” y, en su primera época barranquillera, que José Félix Fuenmayor, autor de la novela ‘Cosme’, “quiere hacer crónica a lo Anatole France y narrar una vida como un viejo sabio que aplica ciencia al cuento: no le resulta”.

Desde ‘Crítica’, dirigida por Jorge Zalamea, Vinyes habría señalado a la revista ‘Mito’ como oficialista y a su director, Jorge Gaitán Durán, como un continuador de Arciniegas.

Fue Eduardo Zalamea Borda, primo de Jorge Zalamea, quien desafió desde ‘El Espectador’ a los cuentistas nacionales y abrió por ende el espacio de ese diario a los tres primeros cuentos de García Márquez.

Eduardo habría escrito también la mejor nota necrológica sobre el mismo Vinyes, quien, desde su mesa de café, impulsó la fecundidad de los jóvenes autores de entonces, llamándolos a la rebeldía y al rechazo de concesiones.

En 1947, a un año de conocerlo, Vinyes exaltó las calidades de Gabriel García Márquez en ‘La otra costilla de la muerte’. “Un buen cuento (...) Pus, noche, filosofía. Bien barajado”.

Jacques Gilard identifica en Ramón Vinyes el profundo conflicto de un escritor que influye en una cultura de habla castellana, pero sigue pensando y escribiendo en catalán toda la vida. No obstante, su primer cuento, ‘Un caballo en la alcoba’, lo escribe en castellano poco antes de morir en Cataluña y lo dedica a García Márquez, quien lo publicará en ‘Crónica’, la revista del grupo.

Lo dijo también Gilard sobre la singular parábola vivida por Vinyes entre dos mundos, dos historias, dos culturas, dos idiomas, dos lugares: “Cataluña fue la patria, y la tierra de la creación artística. Barranquilla fue el mundo donde se podía actuar y sembrar; un mundo por el que sintió más de una vez desprecio o impaciencia, pero en el que, a pesar de todo, algo se podía hacer y donde en efecto hizo mucho; en todo caso, más de lo que jamás sospechó. El conmovedor detalle del pasaje póstumo indica al menos que Ramón Vinyes murió (5 de mayo de 1952) reconciliado con la ciudad que hasta ahora había sabido mantener su recuerdo. Porque con sus amigos no hubo nunca la menor ruptura”.

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